Para los hombres, seductores empedernidos, el objeto primario de compulsión lo constituyen las mujeres. Según el momento, las mujeres son para ellos objeto de deseo enloquecido, fuente de placer, afirmación del Yo o focos de miedo abrumador.
Pese a su aparente indiferencia, (ese aire de invitado que examina las bandejas de canapés en un cóctel) los seductores van detrás de las mujeres con una urgencia, una obsesividad y una temeridad que los lleva a comprometer su matrimonio, su carrera y su salud ( Sida mediante).
Algunos son mujeriegos no selectivos, otros poseen criterios rígidos para elegir a la mujeres y todos son incapaces de poner límites a su frenética búsqueda de oportunidades sexuales. Estos hombres se dan tanta maña para encontrar compañeras como los alcohólicos para conseguir su copa cuando los bares están cerrados.
Los hay de todo tipo:
El soltero refinado que colecciona mujeres hermosas y se cansa de ellas cuando la novedad se gasta, el amargado sobreviviente de un divorcio, el casado de cierta edad proclive al adulterio con cualquier mujer que se muestre dispuesta, el arrollador, el romántico, el malabarista.
Muchas veces, esta búsqueda frenética de mujeres es solo una manera de huir del dolor y del miedo. Cualquier mujer puede servir. Al mismo tiempo que se nutren de sus conquistas como una necesidad constante de gratificación y seguridad presentando al mundo una máscara de absoluta confianza an sí mismos, en el fondo de su alma todo seductor empedernido sigue siendo un pequeño príncipe de su madre o un pequeño demonio. Son los eternos Peter Pan.
Para las mujeres, por un momento, es un halago ser el centro de atención del universo de este tipo de hombres. Pero lo importante es, para las mujeres, tener en claro cuáles son sus propios objetivos, deseos y necesidades y prestarles tanta atención como las que prestan a la de los seductores.
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